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Por: OMAR ORTIZ*
Como es imposible definir la acepción “cultura”, sobre ella se han intentado
todas las definiciones posibles. Igual sucede al intentar definir qué es el
“arte” o en qué consiste la “belleza”. Pero lo que si podemos afirmar es que el
vocablo “cultura” está de alguna manera ligado a nuestra memoria y a nuestras
emociones. Es por ello que un libro como el que acaba de publicar Hernando
Vicente Escobar sobre Tuluá alcanza sin proponérselo, ni ser ese su destino
inicial, develar eso que nos inquieta sobre la recurrente pregunta, ¿qué es
cultura?, ya que en sus páginas van señalándose los diversos senderos por donde
transcurren los pasos de nuestros mayores, los edificios y casas que
construyeron, los oficios que desempeñaban, las mujeres que admiraron y tal vez
amaron, las creencias y cultos que veneraron y en general los círculos, espacios
y actividades sociales donde encontraban paliativo a la monotonía y al
aburrimiento parroquiales. Es allí donde germina lo que sería la chísmica
tulueña que define y hace motivo de su ficción Gustavo Álvarez Gardeazábal; la
carrera 25 donde se incuba la obra de Oscar Londoño Pineda y la picaresca
orejona de la que da cuenta Daniel Potes Vargas; todas diversas formas de asumir
un particular espacio geográfico que se hace tangible y propio desde los
reflexivos y sabios silencios de Germán Cardona Cruz. En esta cuidadosa edición,
protegida por el autor y patrocinada por la Municipalidad tulueña, Hernando
Vicente, da fe de su obsesivo apego a la ciudad y es así como recopila en una
paciente labor de coleccionista de imágenes, de memorioso gráfico del terruño,
un inventario fotográfico que salpica con una serie de cortas pero sustanciales
anotaciones que nos sitúan en un tiempo que pareciera instalarse en un emotivo
presente y alertar sobre un futuro que no podrá desconocer la atmosfera
inquietante que nos descubre. Es entonces por estos caminos, donde hacemos
nuestra una ciudad que parece hecha de material movible ya que en pocos años
cambia constantemente de rostro, igual a sus habitantes, apareciendo ya como
pueblo o villa de indios, ya como cruce de comercio de la pobresía, ya como
burdel de los grandes latifundistas y esclavistas de Buga, ya como centro de
contrabandistas, ya como el poblado liberal y radical de los artesanos, ya como
la ciudad que acunó la primera horda paramilitar, los llamados “pájaros”, ya
como el centro de distribución del narcotráfico, ya como la ciudad que con
modernos servicios educativos, de salud y comerciales se ha erigido como la
capital virtual del Centro y buena parte del Norte vallecaucano. Es allí donde
anida la semilla de nuestra “tradición cultural”. Recorrer estas páginas es
encontrarnos al voltear la esquina.